¡¡¡PROHÍBAN LOS MATRIMONIOS!!!

Publicado: 23 de septiembre, 2013 en Anarkías, Delirios, Infinita tristeza, Zoon Politikon
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¿Qué hace un amante de la libertad clamando por el derecho al matrimonio? No lo entiendo. Que hablen con los casados para que les digan lo que el matrimonio significó en sus espectaculares vidas. Que hablen. No conozco a ningún ser humano medianamente lúcido que no exprese su arrepentimiento. Por lo mismo, ¿por qué tanta alharaca con esto del matrimonio gay? Estoy de acuerdo con que les prohíban el matrimonio, pero no solo a ellos: SINO A TODOS, ABSOLUTAMENTE A TODOS. No es una broma. He amanecido extremadamente sincero y romántico. Miren. El Estado nos desgracia con sus ocurrencias. Si Manuel y Carlos creen que la felicidad está en lograr los mismos derechos que Felipe y María se equivocan, pues éstos viven encadenados más allá de sus propias voluntades. ¿Y dónde está la igualdad de derechos?, me dirán. Respondo: ¿todo lo que está en la legislación es propio del derecho? Entiendo que el derecho no es otra cosa que la misma libertad, precisamente lo que el matrimonio promovido desde el Estado niega a través del Derecho de Familia (por cierto, en este rubro no existe igualdad alguna entre las partes en litigio).

Los congresistas, grupos y particulares que promueven el matrimonio entre homosexuales no asumen que su marginalidad no es un pecado, sino una bendición. Son libres de entrar y salir de la relación cuando quieran. No tienen más amarras que el propio amor, las ganas o la necesidad de acompañarse. Por lo mismo, ya tienen de por sí un gigantesco universo de motivos para pensarlos mil veces antes que hacer añicos sus uniones. No necesitan del Estado para hacerlas más férreas. Es lo contrario, las torna forzadas, hipócritas e insinceras: ¿me quieres por mí mismo o por lo que te puede tocar por la separación de bienes?

A pesar que las estadísticas resaltan la elevada tasa de divorcios a nivel mundial (exclusivamente heterosexuales), los grupos de presión gay intentan ir contracorriente. Y lo están logrando. Y lo lograrán. ¿Serán ellos el más duro filón del «hasta que la muerte nos separe»? Ríase. Sí, suelte las carcajadas. Destorníllese de risa. También se separarán. Claro que lo harán… Y ahí conocerán lo que la ley les facturará.

Vean. Hasta antes de la «moda» del matrimonio estatal, las uniones conyugales eran un asunto completamente privado. No había más fórmula y modo que el que las parejas establecían de acuerdo a sus viejas costumbres. Por entonces el matrimonio era tan importante y sagrado que todo quedaba en el ámbito de la familia y de la propia comunidad. No existía ninguna injerencia legal. Todo era un concierto de moralidad tan eficaz que nadie discutía su naturaleza. Claro, por entonces el amor no contaba. Igualmente, el credo católico-romano-apostólico tampoco se discutía.

Verdad. Fue la reforma protestante la que obligó a que el «sacramento» del matrimonio (entre hombre y mujer, las únicas posibles por entonces) se concretasen vía el aval del Estado. Será éste, desde su faz confesional, el que le otorgue a la Iglesia el monopolio del fondo y de la forma nupcial. Una alianza que durará hasta bien entrado el siglo XX, pues sólo la Iglesia oficiaría matrimonios. Ello hasta que las corrientes laicas propiciaron la ruptura entre el clero y el poder político. Erróneamente, en esa ruptura se le atribuyó al Estado la facultad de casar. ¿Para qué? ¿Qué necesidad había? Es la otra cara del laicismo: pretender reemplazar a la Iglesia haciendo del feligrés un ciudadano. La misma cosa. Ovejas del Señor = Ciudadanos.

¿Y el amor? Nada. Es a partir de fines del siglo XVIII e inicios del XIX que las personas van logrando el derecho de poder escoger por su cuenta y riesgo (¡y qué riesgo!) su propia compañía. Antes la decisión era familiar, pues lo que se buscaba era proteger y/o acrecentar el patrimonio. Como decían las abuelas de entonces: «no te preocupes mi niña, ya aprenderás a quererlo, es un buen partido». Al fin y al cabo, somos animales de costumbres. Al pasar el tiempo, la inicial llorosa niña aprendía a «amar» al marido al que la habían entregado. Así, eso de elegir la «otra mitad» es de reciente data. Muy breve y frágil. Por lo mismo, lo del amor y del matrimonio como casi sinónimos es tan raro como discutible. Algunos dicen que no van de la mano, que son antagónicos. Yo no lo sé. Y no olvidemos lo que pasa en el mundo islámico, ahí la situación no ha cambiado ni tiene visos de cambiar.

Pero parece que el mundo gay sí lo sabe, por ello cada una de las razones aquí anotadas no le van. Les resbala. Quieren boda y pastel con sello de burócrata a como dé lugar. Sueño en rosa. Anhelan morar dentro del «paraíso» estatal porque juzgan que es lo mejor que le puede pasar a cualquiera. Curioso, lo opuesto es lo que sucede con los heterosexuales.

Que el amor no se ponga en duda. Si alguien tiene miedo a la soledad, que se compre un perro o un gato. Si el otro detesta pagar las cuentas de fin de mes… ¿que la ley actúe? Eso es realmente lo que se mira: las carísimas dádivas del Estado de Bienestar. Únicamente desde ese ángulo podría asumirse la dicha nupcial. ¿Que la sociedad asuma lo que los individuos no pueden por sí mismos? Sí es así, entonces recordemos a Eloísa, quien antes de preferir ser la esposa de su amado y muy amputado Abelardo (el amor le costó el pene), entendía que era mejor ser su ramera antes que asesinar al verdadero amor.

 

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