LOS ATREVIDOS (PURA TEORÍA –POR AHORA–)

Publicado: 26 de May, 2014 en Devaneos de cabeza

Este post es para mí, tan atrevido y no me atrevo ahora que necesito más que nunca atreverme, y no me atrevo quizás por temor al abismo que acompaña cada atrevimiento (pero claro que me voy a atrever, cómo no)… Pero sobre todo este post es para esos amigos blogueros que están luchando entre el miedo y la valentía que acompañan al atreverse o al intentar atreverse.

Si los torpes esperamos el bus en un paradero clausurado por el SAT, si los tímidos buscamos un refugio en el subsuelo para no oír el crujir del motor cuando la máquina avanza, si los invisibles se quedan con la mano levantada y el bus no se para, los atrevidos no sólo nos subimos en el bus sin un sol en el bolsillo, sino que lo hacemos cuando está a media marcha, o mejor aún cuando va a toda velocidad y hay lluvia y se oyen truenos y tenemos a Lex Luthor persiguiéndonos por ser cómplices de Superman (los atrevidos solemos ser superhéroes –vendrá el post– y justicieros de lo imposible –ya publiqué el post también–). Y los atrevidos no sólo desafiamos los vientos y los túneles y el frío, sino que además, frescos, entramos al Haití y nos ponemos a tomar café con las ancianas que se olvidan de nuestra fea facha (nos pagan la cuenta y narran sus bellos pasados) porque tenemos excelentísimos modales y hablamos de pinturas, de viejas películas de amor y hasta tenemos cuentos de la dictadura de Velasco que no vivimos.

Los atrevidos, pues, nos atrevemos. El miedo acompaña, como una mezcla entre veneno y adrenalina, todo acto de un atrevido. Y el miedo es esa puerta que está a medio camino entre subirse al bus a riesgo de caerse o quedarse quieto, tranquilo y quizás arrepentido pero a salvo el pellejo. Si no hay miedo no hay atrevimiento, hay quizás descaro o desparpajo, pero no esa sensación única del que se atreve, es decir, del que salta sus propios obstáculos, del que se reta, por sobre sus inseguridades y temores, por ejemplo, a tomar esa decisión que hay que tomar –que tengo que tomar, ya saben–, o a dejar ese trabajo de oficina e inventarse su propia jefatura, o a hablarle a ese ser imposible, o a llamar por teléfono a esa desconocida –encumbrada en un pedestal por nosotros mismos–. Si bien el atrevido seguramente colgará sin hablar las dos primeras veces, no se conformará para siempre con simplemente oír la voz de ese otro, siempre se atreverá a decir “Hola” en la tercera llamada, pellizcándose una pierna con una mano y temblando el auricular en la otra.

Los atrevidos no pensamos en el futuro. Nos atrevemos. Es imposible medir respuestas, pronosticar certezas, calcular probabilidades. Nos atrevemos. Soltamos las amarras y la timidez y nos lanzamos al vacío, en un parapente que no comprobamos si tenía alas. Los atrevidos hacemos de tripas corazón; a los atrevidos se nos hace un nudo en la garganta, que atreverse no es cosa fácil, que atreverse es variar el movimiento de rotación del mundo. Los atrevidos trascendemos en nuestro acto de lanzarnos al escenario de la vida sin el guión aprendido, improvisamos medio tartamudeando quizás pero con una sonrisa tan amplia y un discurso tan coherente que el auditorio sin duda aplaudirá. Los atrevidos tenemos antecedentes de atrevimiento. Los atrevidos le mandamos una diatriba a Sabina en medio de un concierto, los atrevidos le escribimos un poema a la violinista de la segunda fila de aquella Sinfónica de hace veinte años, los atrevidos nos regresamos a la selva un día sólo para que ese héroe de sangre e ideología rojas vuelva a fusilarnos con los ojos –con los ojos, únicamente (felizmente)–. Los atrevidos hacemos esa pregunta innecesaria pero precisa, los atrevidos escribimos y qué importa qué piense ese otro que nos lee con ojos sucios y tos, los atrevidos tenemos afinidad con las sábanas revueltas, con los sudores propios y ajenos, con la lluvia franca e imprevista, con los huracanes –siempre se dan entre dos, sin testigos y en otras casas–. Los atrevidos pisoteamos terremotos y surfeamos malas mareas, rescatamos princesas que nunca aprendieron el arte de amar. También cantamos en el baño, porque a veces –hay que reconocerlo– perdemos un poco la vergüenza, hacemos el ridículo, somos el escarnio público.

Caramba, pero a veces los atrevidos nos amarramos las manos y nos lanzamos al río, con un saco de piedras en los pies. Y allí nos quedamos, esperando que el agua nos recrimine la falta de arrojo. Claro, tenemos siete vidas, y las piedras no pesan nada, y la cuerda es demasiado floja y flotamos porque amamos la vida y nos atrevemos a vivirla.

Todo tímido, todo torpe, tiene su atrevido agazapado, pero ese atrevido cuando sale, nunca olvida su condición inicial y lleva en el bolsillo torpeza y timidez para no caer en la provocación de la soberbia y ser, al fin y al cabo, el más humilde de los servidores de los instantes. Todo atrevido sabe que lo será sólo, únicamente, en el aquí y en el ahora, que su transformación en hombre lobo dura minutos y que si no se sube al bus ahora que está avanzando, ahora que llueve, ahora que vienen los policías –ahora, con todo en contra– no lo tomará y aguardará en el paradero otro bus que no vuelve.

comentarios
  1. […] quedo, por los momentos, con el cargo de atrevido, a ver si me atrevo, en realidad, a ser atrevido. Me quedo con el cargo de amigo, que me viene tan […]

    Me gusta

Deja un comentario